El fracaso, un gran tabú


Hay que convivir con él y seguir adelante
En una sociedad, como la nuestra, que estimula la competitividad como «modus vivendi» y encumbra a los ganadores sin grandes miramientos al precio que han pagado por serlo, está fatal visto ser un perdedor.

En realidad, ser «un fracasado» es un estigma, uno de los peores calificativos que podemos atribuir a una persona. Pero vayamos por partes. Ni la familia ni la escuela, ni mucho menos los medios de comunicación, nos han educado para asumir las derrotas y digerir los fracasos sin traumas que amputen nuestra capacidad de reacción o afecten gravemente a nuestro bienestar personal. Ese rechazo social del fracaso va configurando en nosotros un fuerte mecanismo defensivo, una dificultad a reconocer los fallos o nuestras propias limitaciones. Quizá esta incapacidad se deba a que entre los derechos humanos no se halla el de cometer errores y responsabilizarse de ellos.

Sabemos que científicos e investigadores contemplan el error como un paso ineludible y valioso para poder avanzar. Y que todos aprendemos y nos hacemos adultos tras aplicar infinitas veces el binomio ensayo-error. Pero seguimos sin aceptar el fracaso. Y no se trata tan sólo de derrotas académicas, laborales, amorosas o deportivas. Nos podemos sentir frustrados en los más diversos aspectos de nuestra vida personal. En realidad, en casi todos.

Son muchos, por ejemplo, los escolares que no acaban sus estudios, o que cursan carreras que no eligieron libremente. Otros no llegan a los niveles exigidos y se incluyen en los porcentajes del fracaso escolar. Muy pocas personas, por otra parte, realizan el trabajo que les gustaría. Los más se aburren enormemente cada día que pasa en la oficina, en la tienda o en el taller. Muchos se lamentan por no haber conseguido la posición social a la que aspiraban, y que otras personas conocidas, no más valiosas que nosotros, disfrutan. El paro, sin ir más lejos, genera una sensación de fracaso, de expectativas no cumplidas, que muchas personas no pueden soportar y que afecta muy negativamente a su autoestima.

El campo de las relaciones interpersonales puede convertirse también en fuente de insatisfacciones. Tenemos pocos amigos, o no nos gustan los que tenemos, o no interesamos a quienes nos agradan. No es casualidad que proliferen los cursos para superar la timidez y cultivar las habilidades sociales.

Por qué la sensación de fracaso.
Tal vez la clave reside en la distancia que hay entre el «yo» y el «ideal del yo». Yo soy una cosa y creo ser otra bien distinta. Cada uno es, normalmente, un mal conocedor de sí mismo, de sus posibilidades reales. Y ello nos acarrea desilusiones porque no conseguimos lo que creíamos a nuestro alcance. Sólo cuando poseemos cierta madurez personal, se constata (con la inevitable amargura) que no somos los más inteligentes, ni los más guapos, ni los más importantes, ni los mejor aceptados socialmente.

Sólo con la serenidad que dan los años, y con la sensatez de quien asume que el fracaso es un elemento más en la vida, se puede llegar a la convicción de que somos «del montón». Pero seguimos siendo seres humanos, únicos e irrepetibles, que merecemos todos los respetos y toda la felicidad de mundo. Ahora bien, no somos importantes más que para unos pocos. Nos damos cuenta de que el éxito deslumbrante, tal como lo presentan los medios de comunicación, es patrimonio de muy pocos. A pesar de ello, tendemos equivocadamente a tener a estos tótem mediáticos como punto de referencia. Pero nosotros somos normales y corrientes, y hemos de acostumbrarnos a ello.

Mejorar, económicamente y como personas, es un aliciente en la vida, pero conviene establecerse metas que estén a nuestro alcance. Para ello, hemos de conocernos muy bien. Y, si somos ambiciosos, seamos coherentes, y pongamos toda la leña en el asador. Así, al menos, lo habremos intentado.

Los motivos del fracaso.
El sentimiento de fracaso puede producirse porque los objetivos eran inalcanzables, porque lo hemos hecho mal, por mala suerte o porque hemos conseguido metas distintas de las previstas. Hay, de cualquier modo, dos tipos de personas con una acusada tendencia a sentirse fracasados. Por un lado, están quienes albergan una idea muy pobre de sí mismos: nada de lo que obtienen les parece importante, y casi todo lo que hacen les parece una derrota. Son los perdedores natos.

En parte, porque así lo han decidido más o menos conscientemente. O porque el halo romántico que envuelve a los perdedores (uno de los más reconocibles mitos del cine y la literatura), les reporta el beneficio de la compasión ajena y una cierta estética de indiferencia hacia las cosas terrenales que preocupan a los demás, a los comunes.

Los otros eternamente fracasados son los perfeccionistas : extremadamente escrupulosos, piensan que nunca hacen las cosas de forma suficientemente irreprochable. Esto les lleva a vivir con la amargura de que su vida es una permanente obra inacabada, un cúmulo de imperfecciones, impropio de quien aspira a hacerlo todo perfecto.

Cada cosa requiere su tiempo.
Centrarse ciegamente en el logro de algunos objetivos hace que aunque los consigamos, ello vaya en detrimento de otros, igualmente trascendentales, a los que no les dedicamos el tiempo y energía que requieren. Es muy frecuente toparse con profesionales encumbrados que han fracasado como amigos o en su vida de pareja porque, aun considerando importante esta faceta, no han dedicado la convivencia con los demás el tiempo suficiente. Y esa falta de interés, con el paso de los años, genera un enfriamiento de la relaciones, un alejamiento difícilmente resoluble, que desemboca en una sensación de frustración vital.

Y ya nos quedan los otros fracasos, quizá los que más duelen. Son los que se producen por causas más ajenas a nosotros, como las desconsideraciones que nos llegan del exterior o las injusticias inherentes a esta sociedad-jungla, donde otras personas triunfan a costa de mi fracaso. Son derrotas amargas, que nos hacen comernos por dentro de impotencia, pero que hay que asumir para poder sobrevivir con dignidad y volver a levantar el vuelo.

Pensemos, en estos casos, que, afortunadamente, somos como somos, y que, de imitar a alguien, sólo lo haremos a quien merezca ser tenido como patrón de comportamiento.

El fracaso es sólo un paso más, nunca el final
•El primer paso: analizar el fracaso. Sus causas y la medida en que nos está afectando. Objetivo: abordar el problema racionalmente y buscar salidas airosas y viables.
•El punto de partida: para conseguir los objetivos que nos proponemos hay que destinar a cada uno de ellos el tiempo y dedicación que merecen. Han de ser proporcionales a su importancia. Los fundamentales (estudio o trabajo, pareja y familia, amigos, aficiones, …) requieren mucho empeño, no lo olvidemos.
•Cuanto antes asumamos que no somos los mejores, los más guapos, los más listos, los más queridos por los demás, mejor nos irá. Adecuemos nuestro «yo ideal» a nuestro «yo real». Hagamos coincidir lo que soy con lo que quisiera pensar que soy. Viviremos más a gusto, con más equilibrio personal y madurez.
•Aprendamos a aceptar lo conseguido en la vida como un logro, sin que ello suponga ceder en el empeño de mejorar. No todo han sido fracasos.
•Reivindiquemos el derecho a fallar, a equivocarnos, como un derecho básico. El fracaso es un elemento más de la vida. Integrémoslo como algo natural, inherente al ser humano. Es mejor que cure pronto la herida, para volver a estar bien cuanto antes.
•Y si no podemos luchar contra la sensación de fracaso, tampoco dramaticemos. Busquemos ayuda en los demás, en la familia, en amigos o en profesionales de las patologías de la mente humana. Seguro que podemos salir del bache. Y, luego, veremos este momento simplemente como uno más de nuestra vida.

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Categoría: Psicología y Psiquiatría.




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